“Somos igual que nuestra tierra,
suaves como la arcilla,
suaves como la arcilla,
duros del roquedal”
J.A. Labordeta
Después de leer el ensayo de Sergio
del Molino y los diferentes trabajos e investigaciones que se han llevado a
cabo sobre la despoblación, y los
numerosos proyectos que se plantean para la solución de este problema, proyectos
que luego serán difíciles de aplicar a la realidad debido a muchas razones,
entre otras, la ambigüedad política o la falta de recursos, vamos a pasar a tratar
el aspecto más humano y próximo a los sentimientos que como personas apreciamos
y vivenciamos.
¿Cómo? Pues leyendo algunos relatos
de los últimos pobladores de estos lugares, hoy casi vacíos o
asolados del todo y, si tenéis tiempo y ganas, haciendo el camino hasta
ellos, pisando y pateando los mismos senderos por donde caminaban sus antiguos
habitantes.
Voy a contar en síntesis cuatro de ellos
por los que yo he andado y que, por lo tanto, se pueden realizar fácilmente
aunque, es posible que en algunas zonas haya zarzas interrumpiendo el paso y,
sobre todo, comiéndose a dentelladas las
casas derruidas del pueblo; otras, sin embargo, es posible que estén más
restauradas que en el momento en que yo las visité porque antiguos vecinos
suelen juntarse ocasionalmente, a veces una vez al año, e intentan volver a
darle vida a lo que fue su pequeño terruño, el legado de sus ancestros donde se
encuentran sus raíces familiares, como en el caso de Ainielle.
Podéis conocer estas rutas desde el link de
este blog “El hilo de tender” porque se encuentran anotadas en la parte
superior y porque están enlazadas a cada uno de los epígrafes de esta entrada.
Nada más empezar a leer el libro, en la 1ª página, ya te ha conquistado la vieja que baja desde La Umbría a Castelbejal con el ataúd de “su” Próspero a lomos de la mula Rosa para darle cristiana sepultura.
A mitad del camino, en la Algecira,
se encuentra con la “Purisma” en la ventana. Entre ambas se inicia un diálogo
totalmente surrealista porque ambas saben que no se verán más. La Concha no
sale de casa y la vieja decide que ya siempre, a partir de ahora, dormirá en el
cajón para que nadie tenga que subir a
la masía y tener que bajarla como ella a “su” hombre.
Prosigue el camino la vieja
empezando un “diálogo” realmente mágico y muy entrañable con Próspero,
siguiendo un árido sendero perfilado por la Carcama. Estos vecinos de las
masías, los masoveros, son gente sencilla, sobria, de pocas palabras pero de
gran honestidad en sus promesas y en el fondo con un gran conformismo ante el
expolio interior y exterior que están sufriendo.
Hay tantas
historias de esa época… ¡¡Tantos sueños rotos!!
Este autor tenía mucha relación con Teruel y dentro del programa de Animación a la Lectura, también estuvo en el Instituto donde empatizó rápidamente con el alumnado. Era tan sencillo, tan humano que parecía al abuelo contándoles a sus nietos los sueños de estos caseríos enmudecidos desde hace tiempo, los caseríos de esos 40 pueblos en las tierras altas de Soria, sufriendo el vértigo de los vientos milenarios, el susurro del pasado atávico y hondo. Veréis
que está dos veces el recuadro de “La
Sierra del Alba”, pero uno es el viaje en general donde hubo una coincidencia
que parece más bien sacada del mundo del tercer Milenio. En El Vallejo el
protagonista pierde la noción espacio-temporal por la noche y por sus múltiples sonidos de caminos. A nosotros
nos pasó igual y en en el mismo cruce, dentro
del silencio infinito de esa inmensa soledad.
La
“otra” Sierra del Alba cuenta tan solo una anécdota que nos recuerda Avelino:
la maestra María plantaba un geranio en
la escuela por cada niño que se iba a la
emigración, y les hablaba y los mimaba como si sus palabras y consejos pudieran
llegar hasta ellos. Cada vez había más macetas que niños.
Una
noche de temperaturas heladoras salió de su casa hacia la escuela para taparlos de tal manera que no
llegaran a helarse. A la mañana siguiente, la encontraron muerta de frío,
agarrada a los geranios pero tapados con su toquilla.
José
de la “Casa Rufo”, último vecino del pueblo de Ainielle, después de la muerte
de su mujer, Sabina, nos va deshilvanando sus nostálgicos recuerdos dentro de
una locura delirante y como protector que es de las raíces finales de su
pueblo, adentrándose en un maravilloso viaje interior dibujado de nuevos
sentimientos y sensaciones.
Cuando
estuvimos en Ainielle, mis hijos eran pequeños lo que demuestra que aunque haya que dejar el coche en Oliván y
andar por estrechas sendas, es fácil llegar hasta el pueblo.
Quizás
ahora lo de acceder puede que sea más difícil porque ya entonces las calles se
encontraban atrapadas por las ortigas y las zarzas pero aún así pudimos entrar
y distinguir la escuela con su pizarra medio descolgada y con esas frases que a
los chicos les encanta escribir cuando tienen tiza y nadie les dice nada.
Logramos
arribar al cementerio que se encontraba pegado a la iglesia como corresponde a
lo largo de la historia. En el templo solo se mantenía en pie el altar y una
capilla, todo ello bajo un techo hundido que nos reflejaba el sol de la
Castilla del Cid en su destierro (“Polvo, sudor y hierro el Cid cabalga”) o las
palabras de nuestro Labordeta en una canción (“Polvo, viento niebla y sol…”).
Resulta
curioso que por parte del autor, Julio Llamazares, pusiera el nombre de
“Ainielle” al pueblo de su relato cuando en realidad se inspiró para ello en la
localidad de Sárnago perteneciente a la Sierra del Alba. En un museo etnológico
que hay y puesto en marcha por los
veraneantes, se explica dentro de un marco el origen en su pueblo en “La lluvia
amarilla”.
Libro de indispensable lectura y reflexión por
ser el 1º en tratar el tema de la desolación y abandono del mundo rural y desde
un punto de vista tan entrañable y humano. Tuvo un gran éxito, tanto que él y
su autor son inseparables ya en toda memoria colectiva.
José,
hombre de una peculiar sabiduría sin atadura de libros y con unas habilidades
propias de un ingeniero de la Naturaleza.
Severino
lo conoce y decide ir siguiendo las estaciones del año junto a él. ¿Qué
trabajos realiza en cada una? ¿Cómo cambia el campo según las diferentes fechas del calendario? ¿La
tierra agradece este vivir para ella?
El
protagonista solo ha salido de la Mula,
su masía, que se encuentra dentro del término de La Fueva, cerca de Aínsa donde va a comprar diferentes productos
los martes, cuando marchó fuera de su hogar para ir al servicio militar y una
vez al hospital de Barbastro donde lo ingresaron por encontrarse enfermo.
Vive
con su hermana Pilar a la sombra de la Peña Montañesa (1.037 m) y un poco más
abajo, su hermano Manuel junto a su mujer, Olvido.
Cuando
llegamos nosotros, ambas mujeres vivían solas, los hombres ya habían muerto y
ellas se mantenían como las matriarcas del
Pirineo.
Olvido
es la que cuida más de Pilar, se mueve como las cabras por los riscos de las montañas y es más
extrovertida. Todavía sirve el trueque como sistema de comercio entre las
masías de la zona. En nuestro caso lo practicamos con fruta fresca y Olvido nos
regaló cucharas y cucharones de madera
que “su” Manuel tallaba mientras cuidaba
las ovejas.
El
nombre de Olvido tiene en esos lejanos montes un sentido auténtico y junto a
Pilar no queremos olvidar a estas mujeres que habitan en ese mundo de belleza
natural pero muy duro sobre todo en invierno.
Un
mundo tan especial y con personajes tan atractivos y sencillos como estas dos grandes
mujeres.
¡Cuánto
nos perdemos desde las ciudades!
(A
Pepe Silvestre que plantaría con todo rigor y objetividad el abandono de los
pueblos, en el Club de Lectura de la UNED, en su última sesión de este curso)
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